Cuando yo era un niño me engañaron en la escuela. Me hicieron creer que lo que pasaba dentro de la escuela era un reflejo de la realidad. De hecho, nos pasábamos una buena parte de nuestra vida entre esas paredes.

En la escuela estaban los listos, los tontos, las guapas, los guapos, los feítos y los gorditos y luego estábamos todo el resto. Ese microcosmos era prácticamente la única referencia que teníamos de la vida fuera de nuestra familia y lo que ocurría en su interior nos servía de guía para construir quiénes éramos.

Quizás mis padres sin darse cuenta, o mis profesores, o mis abuelos me hicieron pensar que el que obtenía mejores notas era mejor que los demás y que por lo tanto, en esta vida conseguiría mucho más. Condicionaron mi existencia futura a unos resultados académicos (seguramente con las mejores de las voluntades).

Pero en ese afán en que estudiáramos para ser “personas de provecho” asociaron buena parte de nuestras posibilidades de éxito a obtener buenas notas y especialmente, a obtenerlas en todo. El mejor es el que se le dan bien todas las asignaturas. Una especie de hombre del romanticismo donde no importa que sea pintar un mural con ceras que resolver sumas o restas.

No importa que seas de los pequeños de la clase o de los mayores. No importa que necesites moverte más, o ver más o analizar más o hacer más para aprender.

Cuando yo era niño, nadie me enseñó que hay niños que aprenden a ritmos diferentes, que les interesan cosas diferentes, que tienen más facilidad para según que tipos de materias.

Nadie me enseñó que cuando terminas tus estudios, es más importante haber desarrollado la autoestima, la habilidad de comunicarte eficazmente, la perseverancia y la flexibilidad, la motivación y la capacidad de tomar decisiones. Me enseñaron los ríos de Europa, de África y del resto de los continentes haciéndome creer que el que recordaba más era mejor.

Me hicieron creer que cuantas más asignaturas aprobara mejor sería sin darse cuenta de que se trata de potenciar la habilidad única de cada niño ahogada por una educación uniformizadora y estandarizada. Yo no sabía que un profesor no tenía que ser un vomitador de contenidos a memorizar o un policía que tenía que vigilar que todos hiciéramos exactamente lo mismo.

Yo pasaba horas copiando castigado o fuera de clase, porque estaba vivo, hablaba, me movía, soñaba, y en definitiva, no quería estar sentado 6 horas al día aburriéndome. Yo no sacaba tan buenas notas como otros y pensaba que estaba haciendo algo mal o que simplemente yo no era tan bueno como ellos. Yo no corría tanto o no era tan bueno en el fútbol y pensé que tenía que ver como yo era como persona.

Pero como dijo Mark Twain: “Empecé a emprender cuando dejé la escuela”. Y aprendí que más que saberme los ríos del mundo, saber expresarse, sentir, conseguir objetivos, pensar críticamente es lo que me permitiría empezar a ser quién realmente soy y no quién me hicieron pensar que era.